Los pasadizos. Primera parte

A nosotros nos pasa con las rubias lo que a los europeos con las negritas cocotimbas de aquí, son algo exótico, y por eso nos gustan. María Rosa es rubia real, tiene los ojos color almíbar y me encanta. Sospecho que no es tan bonita como yo la veo, pero es rubia y es la profesora de Arte contemporáneo, y la única de menos de treinta. Los profesores aprecian mucho – quizá la palabra es: agradecen – la existencia de alumnos aventajados, y yo soy uno de ellos. María Rosa suma a eso una interrelación conmigo que Carlos Alberto profana sarcásticamente
– ¡¿Y por qué siempre te dirige las preguntas a ti, cabrón?!
– Coño Carlos, porque soy el único que levanta la mano
– Y cuando no la levantas también ¡descarao!

Mis bazas con ella son notas inmejorables. En las consultas docentes individuales aprovecho para hablarle de mi encantamiento con cuidado y fervor. Ella enciende su cutis fino y sonríe, pero no entra al ruedo. Cada día de esfuerzo me enseria la aventura, pienso mucho en ella. A veces, coincidiendo con la ausencia del esposo, nos sentamos a una mesita en la biblioteca de su casa para revisar mis apuntes de tesis. Rosa se confunde en su nueva situación de esposa seducida, algo que para ella es, según veo en los muebles y en la madre, una frontera tapiada. En ocasiones cita a su esposo de forma que me desgana, pero esos son zarpazos instintivos, no malintencionados.
A su clase siempre llego con retraso para gozar el efecto del fin de mi ausencia. Hoy he de proseguir mi insistencia. Al final de la clase la abordo
– Rosa, esta vez sí me puedes acompañar ¿verdad?
– ¡No puedo, niño!
– Pero la semana pasada me dijiste que en esta ibas a ver
– Que iba a ver, pero mira, tengo que llegar a la casa y ponerme a revisar todo esto
– María Rosa no me engañes, estás jugando conmigo
– (se ruboriza) Ay, Alejandro…
– ¡¿Cuándo entonces?! Déjanos estar solos una vez, una vez nada más
Estoy de espaldas a la escalera, ella mira sobre mi hombro y se inquieta. Pero no es Raúl, sino la profesora Paula, su íntima amiga. El rumor que flota sobre ellas es el cuarto factor de atracción para mí
– Hola – saluda Paula y sigue de largo
– Hola, profe… – alcanzo a saludar yo y me vuelvo a Rosa – Dime cuándo podemos vernos, Rosa. Hay un lugar lindísimo donde quiero conversar contigo, podemos ir a pie incluso
– El viernes
– ¡¿El viernes?! – repito incrédulo, sorprendido por la aceptación
– Tengo que cuidar un examen por la noche y después tengo tiempo ¡Pero no te aparezcas en el aula a presionarme!

Viernes 8 y tanto pm
– …somos profesores de la universidad y nos espera un conferencista de España… no, mejicano, va a dar unas conferencias en la facultad y nosotros traemos el protocolo
– Ah, pero si hay que inventar todo eso yo no entro
– María Rosa, tú no tienes que hablar, tú aportas tu cara rubia, si fueras negra ni lo intentaría. ¿Tienes un libro o algo?
– Sí
– Dámelo
– ¡Ay mi madre… !
– Confía en mí
Pasamos sin percances la puerta del hotel, ni siquiera está el portero –o nos observa oculto desde algún rincón, pero le parecemos gente respetable–. Para traspasar la entrada de los hoteles tienes que arremeter con una determinación concientizada como mínimo treinta minutos antes, o tener suerte, o divisas en los casos más sofisticados
– Tienes experiencia ¿no?
– Ven, camina directo como si nos estuvieran esperando en el jardín… ¡Oh! la fuente tiene agua otra vez

El jardín del Hotel Nacional es un recorte de Edén al borde del Atlántico, en cualquier época y bajo cualquier crisis… con sus bancos escondidos, su discreción, sus luces en el césped, la brisa marina, el Océano...
Recostamos la pelvis en la baranda de madera, el salitre nos bautiza. María Rosa se abandona, veo en las aletas de su nariz que la inmensidad del mar la inunda. Entonces me mira
– Alejandro... ¿qué tú esperas de mí?
– Casi nada, todo lo que espero lo tengo aquí – y me toco la sien
Ella sonríe sin abrir la boca y se le hacen dos huequitos en las mejillas. Pero el gesto es triste, piensa en lo inútilmente sublime de la situación. Le tomo la barbilla, me espera como quien se ha lanzado a un precipicio que tardará un rato en acabarse. Mientras nos besamos, apenas rozándonos la lengua, gozo la alegría exclusiva de esos segundos irrepetibles del primer contacto con un aliento nuevo
– Ven – le tomo cariñosamente la mano –, te voy a enseñar algo interesante
Andamos lentos, como hacen los verdaderos huéspedes... Cuando intentas franquear la entrada tienes que simular un tipo ejecutivo al que esperan con impaciencia y alto rango. Una vez dentro, eres un huésped confiado que aprecia tan acogedor hotel. Para no fallar debes imaginar ¡siempre! los ojos de un vigilante sobre ti, eso te garantiza el éxito
– Ay mi madre, y yo metida en esto
– Disfrútalo como un escape de la cotidianidad
– ¿Y a dónde vamos?
– Tenemos que bajar esa lomita y ya no nos verán. Allí están los pasadizos secretos que conectaban con el Capitolio, según las leyendas
– Pero estaban tapiados
– Algunos no, o por lo menos no a la entrada… … … Ven, baja
Descendemos una minúscula pendiente hasta una plazoleta cemicircular de lozas centenarias cubiertas de cesped, alrededor se abren las bocas oscuras de varios pasadizos
– ¿Ves? Ahora nadie nos puede ver… mira, algunos están tapiados, pero mira esos
– Bueno ya, vámonos
– ¡No, no! Ven
– Alejandro déjate de locuras, yo no me voy a meter ahí
– Rosa, por favor, ven, es solo para que veas qué sensación más agradable
– Ay Alejandro, no. Además, debe haber tremenda peste
– ¡Noo! aquí no entra nadie. Dame la mano, tú eres Eurídice
– Si fuera Eurídice estaría saliendo, no entrando... … … No veo nada
Dejo que choque contra mí y la abrazo
– Alejandro, esp...
Busco su lengua
– Alejandro no, escúchame, yo no estoy preparada para esto
Le aprieto las nalgas, intenta apartarme con dedos temblorosos, tengo el pene tenso, me abro la bragueta, Rosa tiembla y jadea como si la fueran a ejecutar
– Alejandro, dios mío
Pero no se opone a que le baje el jeans. Halo su mano hacia mi verga caliente y la retira de un golpe, me agacho y le muerdo el pubis
– Vírate
– ¿Qué?
– Que te vires
La hago girar e intento inclinarla hacia delante
– No, no, por favor – se sujeta el blúmer – ¡Me voy de aquí!
– ¡Ven acá, coño!
Le abrazo la cintura y la obligo a doblarse hacia adelante
– ¡Alejandro, respétame! ¡¡Suéltame!!
– ¡No grites!
El forcejeo me exacerba
–¡Por dios, Alejandro!
Destrozo el blúmer como un perro rabioso y la encorvo otra vez
– ¡Quédate así, cojone!
– Qué me estás haciendo – solloza – es increíble lo que me estás haciendo
Tengo el pene como una cabilla. Ella está tan nerviosa que no atina a defenderse. Intento ensartarla, pero está seca, llora, tiembla, suda. Le embadurno de saliva la vulva y la fornico. La luz del Morro la ilumina a intervalos. Apoya las manos en las paredes, sus sollozos brincan con mis embistes
– ¡Me voy a venir, María Rosa! – siento una culebra eléctrica en la espalda – ¡Me vengo, Rosa!
Clava las uñas en mi muslo intentando apartarme, pero el semen sale como una bocanada a su vagina. Se endereza de un tirón y me empuja contra el muro
– ¡Hay alguien allá afuera!
– Dónde
– ¡Allá afuera! Si nos descubren te mato, Alejandro
– Shhhhh
Escuchamos pisadas cautelosas, los haces del faro son obstruídos por algo que se desliza hacia nosotros. María Rosa me aprieta la muñeca como si con ello desconectara nuestra respiración. Cesa el ruido. Quienquiera que sea está dando tiempo a que sus ojos se adapten a la oscuridad. Los dedos de María Rosa tiemblan soldados a mi brazo. Siento restos de semen fluyendo a la interperie y recuerdo que estoy desnudo y que ella tiene el blúmer hecho andrajos, instintivamente intento subirme el pantalón pero Rosa me inmoviliza con una presión que no merma. Otra vez los pasos sutiles. Entonces alguien habla
– Ya. Aquí está bien
– Qué loco eres, Giorgio
– ¿Yo? Yo no. Tú has tenido la idea
– Ay, Giorgito, pero a ti te gusta también ¿verdad mi amor? Mira, toca cómo está la gatica, mira que mojadita
– A ver que te pase la lengua por el minino
– Miau, miau, ¡miaauuu!… Espérate, me quito la saya
– ¿Aquí no entra nadie, seguro?
– ¡No pipo, este es mi reino! Aquí tú me puedes hacer lo que quieras, que yo grito como una tigra y no pasa ná
– Bueno, pues me quito yo también la ropa
– ¡Ay, Giorgio! Qué grandota, mi padre
– Siente cómo te busca, siente
– ¡Miauuu! ¡Miaaaauuuu!
María Rosa no se mueve, pero ya ha descomprimido mi muñeca. Mientras los vecinos se besuquean yo recapitulo
– Rosi – le murmuro al oído –, discúlpame
– Cá-lla-te
Me aprieta de nuevo la piel adolorida, somos espectadores obligados hasta el final
– ¿Y a las gorditas? ¿No le vas a dar una mordidita a las gorditas que te quieren tanto? ¡Ay, qué riquito, mi calvito!
– ¡Oye! ¡Nada de calvito! ¡Calvo es éste!
– ¡Ayy! ¡Animal! ¡Animal!
– ¿Eh? ¿Eh? Esta es la poya de Giorgio ¿eh? ¿ah? ¿ah? ¿ah? ¿ah? ¡que viene el tren! ¡viene el tren! ¡¡que se va el treeenn!!
– ¡Ay, sí mi padre, todita adentro, todita!
Qué estará pasando ahora por la mente de mi profesora de arte
– Ay coño, Giorgio, que locomotora, por poco me matas
– Límpiate con esto
– ¿Qué es?
– Un pañuelo
– Ay chico, cómo me voy a limpiar con eso. Dame acá que se lo voy a llevar a mi papá que no tiene. Me limpio con el blúmer
– Pero mujer, después te lo vas a poner
– ¿Y qué?
María Rosa espera a que se vayan y se sube los restos del suyo. Nos vestimos en silencio, la vergüenza me hinca los hombros.
Afuera nos recibe el fresco del mar. Ella se apresura hacia la salida del hotel sin mirarme, tiene los pelos revueltos, las mejillas encendidas, todos los porteros del mundo adivinarían qué sucedió. Apenas alejados de la marquesina se vira y me propina un carterazo
– ¡Hijo de puta!
– ¡Pero, Rosa!
Otro carterazo
– ¡Mierda!
Miro abochornado a los turistas que se detienen ante el espectáculo… ¡Y reparo en ella! Asombrada por el show que ha explotado ante sus narices está…
– ¡Niño! ¿Qué le has hecho a esa mujer?
– ¡¿Mariela?!
– Dale, apúrate, que se te va
– Pero... ¿y tú qué haces aquí?
Rosa comienza a alejarse y no debo dejarla ir sola, los extranjeros me observan como a un loco morboso. Me siento en el colmo de la ridiculez, y precisamente ante ella, y acompañada de eso tipos ¡Jinetera! Este mundo está infecto. Por qué me la encuentro ahora. Rosa se me pierde y no puedo dejarla ir así, pero aquí está mi Mariela… con esos tipos…
– !Mariela, llámame! – le grito mientras corro. Siento una presión en el pecho, y corro (llámame, Mariela, por favor, llámame)









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