El último favor

– Ale, mira, un recado. Me lo dió Norma
– ¿De quién?
– Mira
– … ¡Coño! Luki, tengo que irme ahora mismo
– Vete
– Pero tenemos que hacer lo del doblaje
– Claro, pero que te voy a decir. Vete, vete echando

Mariela es una muchacha dramática, pero no como el promedio de las demás, es auténticamente dramática. Me está esperando al final de un roído e inmenso balcón sobre el océano, en la planta alta del Acuario Nacional. Sabe que llegué, pero no se vuelve. El viento le desordena el pelo y se lo devuelve trenzado sobre la espalda. Aunque este es un lugar de peces vivos huele a peces muertos, o quizá es a comida de peces. No hay sol, sino un intenso resplandor tibio que todo lo iguala en plateados de próxima lluvia. El suelo brilla de sal. Cuando niños, los del barrio nos pasábamos la lengua por los brazos antes de tirarnos al agua, para saborear la sal, ahora lo hago instintivamente en los labios…
–¡Eh! No te sentí – miente
– Cómo te va
– Bien ¿y a ti?
– Normal
Regresa la vista al mar. El agua se quiebra en pequeñas olas de las que el aire sacude un polvillo transparente. En el horizonte se desparraman las nubes
– Mar adentro ya está lloviendo… ¿no? – comento
– Sí
– Se huele
Sobre nosotros pasan cinco o seis pájaros chillando en dirección a la lluvia
– Allá alante hay un banco de peces voladores –me explica–, las gaviotas los pescan

Estoy muy intrigado por el honor de su llamada, pero no la fuerzo, es tan voluble que puede muy bien decirme alguna tontería y dar nuestro encuentro por terminado. Por mí pueden pasan cóndores a cazar ballenas, yo espero
– Qué estás haciendo ahora – se vuelve por fin
– ¿En vídeo, quieres decir?
– Mhm
– Estamos arreglando las voces en una ficción que quedó funesta
– ¿Te acuerdas de nuestro vídeo?
– Me acuerdo ¡La pasamos tan bien!
– Me voy
– ¿!
– Me voy del país
– ¡¿Te vas?!
– Me voy a Italia
– Pero… ¿y eso?… ¿sola?… tu abuela va a sufrir ¿no? – a veces me salen tales estupideces
– Sí, pero ya hemos hablado bastante de eso
– ¿Te vas con un tipo?
– Aldo, se llama
– ¿Y lo de tu pie?
– Tú lo sabes… él no. Hoy hay una fiesta de cumpleaños de un amigo nuestro, y a la vez va a ser nuestra despedida
– ¿Dónde?
– En Barlovento… quiero que vengas
– Para qué
– Quiero que estés conmigo, Aldo ya lo sabe
– Ya sabe qué
– Que quiero que estés conmigo allí, que seas mi pareja
Me mira y veo por primera vez una súplica en su carita infantil

Por la noche
Todo es un poco alucinante, vamos los dos en un turistaxi Mercedes Benz que se detiene en la entrada. Sale de la caseta un policía con uniforme especial y nos observa, a ella más que a mí, y sin decir nada se va. Seguimos camino, ahora ya en los predios del lugar mítico y prohibitivo por antonomasia de La Habana. La noche no es oscura, es negra. Por todos lados danzan lucesitas de yates y veleros, amarrados en canales que se suceden cada cincuenta metros, y entre ellos extensos terrenos rectangulares sobre concreto que se pierden hacia la bahía, salpicados de casas blancas y farolas enanas en el cesped. A lo lejos, bajo guirnaldas de bombillas multicolores, un restaurante a cielo abierto en el apojeo de una serenata. Todo tiene un efecto mágico visto así desde el silencio del mercedes. Giramos a la izquierda y nos internamos en uno de los últimos terrenos. Más allá, siguiendo recto, está la noche total. Delante de nosotros hay dos jeeps rentados, y junto a ellos dos hombres conversan con tres muchachas, los unos en short y sandalias, las otras mucho más elegantes. Yo no llevo short, pero sí sandalias, y Mariela va con la misma ropa del Acuario, unos tenis de suela espesa y un vestidito de mezclilla celeste. Mariela paga y bajamos del taxi. La noche es fresca, todos van entrando a la casa con lentitud fingida, sobre todo las muchachas, que no cesan de mirarse unas a otras de soslayo. Mariela no saluda a nadie, a pesar de que varias la han mirado con esa intención. Ya dentro recibo el afable abrazo del aire acondicionado, y un kermés de olores a perfume, condimentos, vino… Un tipo ríe tanto que empieza a toser y escupe al piso lo que toma, su amiga le limpia el pecho y se burla de él, es negra y lleva un vestido blanco de vuelos, otra tiene un overall prusia que deja valorar su abdomen protuberante, hay otras tres frente a la desbordante mesa del buffet mirando con ojos nerviosos los platillos. De espaldas a un enorme espejo nos observa una india de las recónditas regiones del Oriente cubano, sola, con una copa de vino o algún líquido similar. Mariela se mueve sin pausa y me hala, supongo que busca al tal Aldo. Atravezamos el salón y salimos al jardín trasero, diez o doce metros de cesped hasta el canal, en cuyo borde pernocta un pequeño velero de motor con la borda fileteada de caoba lustrosa. Me hace saltar al bote y nos sentamos en cubierta. Me mira, pero no se decide a hablar. Está rara Mariela, desconcentrada, nerviosa
– Es una fiesta a nuestra forma
– Cuál es la diferencia con otras
– Ya la verás
Entonces sale de la casa un tipo joven y bajo que viene directo a nosotros, Mariela espera a que llegue
– Él es Aldo
– Hola
– Hola… ¿Alejandro, no?
– Sí
Se pone las manos en la cintura y mira a Mariela como inquiriéndola
– Ve tú, nosotros vamos ahora – contesta ella – me caen mal las tipas esas
Aldo me mira y se encoge de hombros, hace un gesto con la mano como diciendo ésta con sus manías y se va. Mariela lo sigue un tiempo con la mirada y regresa a mis ojos, yo también la observo… y la beso… imagino que la beso. Baja la cabeza y se pasa los dedos por la frente en un gesto masculino que define bien su caracter
– Qué pasa
Levanta los ojos húmedos
– No sé qué hacer, no sé si me quiero ir
(Ya me estaba imaginando algo parecido, ahora la pregunta es qué rol juego yo aquí)
– ¿Cuándo te vas?… si te vas
– El domingo
– ¡¿Pasado mañana ya?!
– Él es entrenador de buceo en la policía italiana, hemos buceado juntos aquí y me puede conseguir un trabajo así en la policía, aquí no me queda nada, no tengo nada
– Bueno… tu abuelita… (quiero agregar ¡y yo! Pero suena a Romeo desteñido)
–Te llamé porque tengo ganas de acostarme contigo antes de irme… aquí, en la casa
Se para frente a mí y me besa con fuerza, oprimiéndome la cara con ambas manos. La tomo por sus nalgas de animal entrenado y la halo hacia mí. Se inclina hacia atrás y me deja sorberle los vellitos bajo el ombligo. Entonces me toma otra vez la cabeza con fuerza
– No. Me voy, me voy a ir
Salta al cesped y me extiende la mano. Corremos en dirección al mar. Súbitamente se detiene y me lleva de regreso a la casa. Ya dentro subimos una escalera que concluye en una salita rodeada de tres puertas
– Espérame en ese cuarto
Escucho unos segundos con la oreja en la puerta y entonces abro despacio. En medio de una alfombra lila de cerdas suaves hay un gran colchón, amplísimo, de patas muy bajas. Llega a los pocos segundos, se quita el vestido y me encandila con su armonioso color dorado. Trepa a la cama y se posa en cuatro empinando las nalgas hacia mí
– ¡Vamos!
Un empujón salvaje me estalla en la nuca. Desembozo el pene trepidante y lo asfixio en su entraña sin contemplación, mi pelvis le golpea los glúteos. No estamos templando, estamos asesinándonos
– ¡No te vengas, no te vengas! – se vuelve y me besa apretándome otra vez el rostro – ¡no te vengas! – me besa – ponte el pantalón
– Qué pasa
– Póntelo rápido… allá abajo… quédate siempre conmigo ¿okey?
– Pero qué pasa allá bajo, por qué no seguimos aquí
– Alejandro, júrame que vas a estar conmigo ¡Júramelo!
– Sí, te lo juro…
Sólo entonces bajamos. Todos sostienen copas y canapés. Reparo en que algunas mujeres son muy jóvenes
– ¿Quieres algo de tomar?
– No
– Bueno, ven
Me toma otra vez la mano con firmeza y me guía a una pieza donde la gente se agolpa y hay menos luz. Llegados al umbral me deja libre, veo algo con zapatos femeninos encima. Avanzo unos pasos y descubro una mujer desnuda en una silla de ginecología, la vagina totalmente expuesta, tiene las piernas atadas a los mástiles del artefacto, solo los pies están calzados. Alrededor nadie parece prestarle especial atención, pero yo me he quedado hipnotizado ante la instalación. Un hombre se acerca a mí y espera a que note su presencia, cuando lo miro me hace un gesto de ¿desea usted, o me permite? Le cedo el paso, el hombre pone su copa en una mesa contigua, deposita un billete en una bandeja donde hay otros tantos, se desabotona el pantalón, toma un preservativo de la misma bandeja, se aferra a los muslos izados de la mujer y comienza a fornicarla. Los que conversan se dignan a mirar unos segundos, sonríen y se alejan discretamente unos pasos. Miro otra vez a Mariela, ha encendido un cigarrillo y observa inexpresiva la escena. Desde el otro extremo del salón estallan vítores y aplausos
– Ya llegó Dino – me informa enganchándose a mi brazo – ahora empezamos la fiesta
Todos se mueven hacia donde está Gino. El cliente de la silla echa una rápida mirada en la misma dirección y se apura en su quehacer, la mujer tiembla y se aguanta de los bordes de su aparejo
– Cuando apaguen las luces agárrame fuerte y no te separes de la pared
– ¿Las luces? ¿Qué pared? – pregunto desconcertado
El bullicio se aproxima progresivamente a nosotros, de la comitiva irrumpe un hombre corpulento
– ¡Marieliiitaa! – y desaparece a mi amante entre sus brazos
Mariela emerge del efusivo saludo y me presenta al mastodonte
– Este es Dino
Pero Dino sigue su camino sin siquiera mirarme. Golpea al fornicante en el hombro
– ¡Ey, la sesión e finita!
Y regresa con su corte al centro del salón contiguo. El tipo de la silla refunfuña algo, se recompone y ayuda a la mujer a desatarse las piernas. Todos rodeamos al recién llegado, casi frente a nosotros está Aldo con una mulata alta y huezuda. Dino levanta hacia el techo un rollo de dólares y mira su reloj
– ¡Seis, cinco… ¡ey! ¡Aldoo!…
Aldo y la mulata sonríen divertidos y se separan un poco
– ¡Tres, dos, uno ¡¡ceeroo!!
Lanza los billetes al aire y todas las luces se apagan en medio de una monumental estampida. Recibo un empujón que me lanza al piso, allí recibo otro golpe en la cara, en la confusión y oscuridad total escucho a Mariela gritando mi nombre, pero yo sólo pienso en levantarme antes de que me aplasten. Me agarran el pullover y me arrastran, la tela se rasga, golpeo desesperado la mano que me hala y logro desprenderla de los jirones, no escucho más a Mariela, los gritos y los empellones no cesan. No entiendo el sentido del caos ni sé como se supone que termine. Palpo la pared y me pego a ella junto a mujeres que chillan entre el miedo y la diversión. Otra vez un cuerpo choca contra mí y se engancha a mi cuello, la mujer no deja de gritar en mi oído, le doy varios codazos hasta que me deja libre. Si Mariela aún espera por mí debe de estar donde la vi por última vez, cerca de la silla. Así que me lanzo hacia esa dirección, manoteando al frente para evitar nuevas invasiones, la llamo y escucho su voz ansiosa, como si se estuviera ahogando, voy a llamarla otra vez cuando se incrusta en mi pecho
– ¡¿Eres tú?!
– ¡Sí sí, yo!
Nos pegamos a la pared
– ¡Tírate al piso y no me sueltes!
Todavía corretean algunos pies delante de nosotros, pero ya ha amainado la hecatombe
– Ahora van a encender la luz – me dice – no te levantes a recoger los dólares
Encienden la luz y aparecemos todos en posiciones diversas, muchos con las ropas destrozadas, las mujeres con los senos descubiertos y desgreñadas, en el suelo aparecen los billetes, ninguno ha quedado en nuestra cercanía. Una jovencita tan menuda como Mariela se levanta a recoger los que están en el centro, otras tres se animan y también se levantan. Entonces cuatro hombres saltan como fieras sobre las novatas, una logra regresar a la pared, las otras tres forcejean pero los hombres reciben refuerzos, incluso de un par de mujeres que no desaprovechan la ocasión de capturar algún dólar, las despojan de las ropas mientras el resto aplaude y aupa con regocijo. Dino reaparece y espera al final de la operación, entrega unas cuerdas a los asaltantes y recupera el dinero sobrante. Las imprudentes son atadas de manos y pies, y miran azoradas buscando respuesta a su próximo destino
– ¿Y ahora? – le pregunto a Mariela
– Esas van para la máquina
– ¿Qué máquina?
– Esa – me señala la silla ginecológica
– ¿Y la que ya estaba?
– Lo hizo voluntario, para ganar dinero...
Dino despliega un saquito negro como el de los magos
– ¡Hoy la caza ha sido piccola, nuestras mujeres son muy inteligentes!
– ¿Y ahora ese saquito para qué? – pregunto en voz baja
– Tres son muy pocas, hay que hacer un sorteo
– ¿Un sorteo?
– Sí
– ¿Y tú también entras?
– Sí, pero no me dejes
– ¡Seguro que no!
– Si me toca una cruz y tú no me entregas, entonces te quedas conmigo, pero en las próximas fiestas no tendrás más derecho a conservarme, ni a mí ni a ninguna otra
– ¿Y Aldo? ¿No…?
– Aldo ya se negó una vez
A medida que la bolsa circula se escuchan exclamaciones histéricas, las mujeres aprietan con fuerza el brazo de su acompañante. La bolsa llega a Mariela, saca un papelito y lo desenvuelve, después de mirarlo por ambos lados lo cierra otra vez en su mano. Dino le sonríe y sigue la ronda
Terminado el sorteo regresa el mastodonte al centro del salón
– ¡Perfavore! – se pliega en una reverencia
Se levantan tres mujeres con sus papelitos marcados, la india de Oriente entre ellas
– Éstas también para la máquina ¿no?
– Sí
– ¿Y si no quieren?
– No pasa nada, pero entonces no las traen más... y estas fiestas no es lo único que hacemos
Entre tanto, Dino ha adoptado pose de animador de cabaret y dirige el saquito, enrollado a modo de micrófono, a la oriental
– ¡Primo, il nome della donna!
La mujer se menea procaz
– Yunislais Cueto
El nombre provoca risas contenidas, también de Mariela, más relajada ya, lo que hace que yo también recobre mi tono. Dino continúa con las presentaciones, acerca el micrófono a las atadas para que anuncien sus nombres. Una de ellas está intentado cubrirse los senos con las rodillas sin notar que exhibe aún más la vulva y el ano.
A una señal del animador dos hombres desamarran a la primera víctima, la levantan en vilo y la llevan a la máquina, las otras son reagrupadas cortésmente en una esquina. La gente comienza a levantarse, muchos van en busca de nuevos tragos, una mujer llega con una manta ligera y cubre amablemente a las recluídas que cuchichean entre sí. En el cuarto de la máquina se forma una pequeña cola. Mariela y yo seguimos sentados, me toco el pómulo
– ¿Te duele?
– Sí, bastante
– Lo tienes hinchado, por poco te dan en el ojo
Dirige la vista a mis costillas y veo que allí tengo tres arañazos sangrantes. De la máquina llegan gemidos
– ¿Quieres verlo?
Afirmo con la cabeza
La víctima está siendo fornicada. Contrae párpados y labios, otra a su lado la consuela sonriendo
– Ay, niña, déjate de teatro ¿Te duele?
La mujer no responde y sigue crispada. Además de las piernas, tiene atados los brazos
– ¿Quieres quedarte aquí? – me pregunta Mariela
– No, no... – miento
Han traído al salón un largo sofá esquinero y varias sillas. En comparación con la exitación de hace un momento – y exceptuando la pieza que acabamos de dejar –, la fiesta parece aburrida. Diviso a Aldo cerca de la entrada principal, la mulata le saca casi dos cuartas de estatura y es fea como un siboney tuberculoso. Cruzamos la estancia y se detiene ante la puerta que da al jardín
– Voy a salir, sube y espérame en el balcón
– ¿En el balcón?
– Sí, espérame ahí
Ya arriba me recibe una humedad vehemente, abajo el bote está como clavado en un espejo negro, y allá a mil metros está la ciudad convencional, tan ajena a lo que sucede aquí

– ¿Te vio alguien? – Mariela termina de cerrar la puerta del balcón y se acerca a la baranda
– Por supuesto... Qué pasa, si quieres salir por qué subimos
– Porque no quiero que me vean
– Y entonces
– Voy a saltar
– ¡¿A qué!?
– Mira… desde este lado no me ven... me cuelgo de aquí... – mientras lo explica lo hace – y…
Cae agachada dos metros y medio más abajo, sobre el cesped
– ¡Dale, tírate! – me susurra
Como la conozco, sé que si no me lanzo me despreciará por cobarde y se irá sin esperar. Caigo con menos pericia, y a punto de mearme. Echamos a correr unos doscientos metros en dirección al mar. El terreno termina abruptamente en un borde de cemento donde hay escamas y restos de sangre. Mariela se iergue sobre el borde, se mete en la nariz todo el océano y tras un pequeño salto cae al agua. Yo me he quedado atónito, pero en el plazo de su inmersión cuezo una máscara de desidia y me la pego a la cara. Cuando resurge, la estoy mirando impasible
– ¿Está fría? (en realidad quisiera preguntar ¡¿no le tienes miedo a los tiburones, loca de mierda?!)
– ¡No! – me grita
Se saca el vestido y los zapatos, me los alcanza y comienza a nadar hacia la negrura. Trato de no ponerme en su lugar para que no se me ericen los pelos. Esto es otra dramatización, una dramatización peligrosa. Tras un tiempo que a mí se me antoja de dos años, distingo otra vez su cabecita de algas nadando de regreso. La ayudo a escalar el muro y se sienta junto a mí, temblando. Le pongo el vestido sobre la espalda, con las manos le seco los muslos, se tiende hacia atrás y deja las piernas flexionadas. Me desnudo también, le llevo las rodillas al pecho y la penetro. Me muevo acompasado por sus dedos clavados en mis nalgas. El silencio es como un iglú. Entreabre los labios, desmaya la presión de los brazos y se abandona en un orgasmo lacio. Comienza a lloviznar, saco el pene y sigo masturbándome hasta dispararle el semen sobre el pecho. Me dan ganas de reír, el corazón me fustiga el cuello y me río sin motivo. La lluvia cae sobre sus senos y se mezcla con el semen. Mariela sigue con los ojos cerrados, me arrodillo a su lado
– Te quiero pedir un último favor – dice con los ojos cerrados
– ¿Cuál fue el primero?
– En serio, escúchame… Ve el domingo a las siete de la noche al aeropuerto a despedirme, no nos vamos a ver nunca más… tú eres lo mejor que dejo aquí… quiero mirarte desde la ventanilla… y acordarme siempre de ti


Son las siete y cinco, a esta hora debe de estar ya en el avión, quizá me confunda con otra persona en la terraza y se vaya con un adiós que no fue para ella.
No ha dejado de llover en tres días. Me levanto de la cama y abro la ventana, saco el brazo a través de las persianas, pero no alcanzo a mojarme los dedos


Foto satelital de Barlovento





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