Los tamales

Como profesor de actuación yo era el astro local para las adolescentes que acudían a la Casa del Teatro. Y como en la selva, me disputaban entre todas. Sin embargo, solo una se tomó en serio cobrarme. Me visitó un día en el que, a pesar de no haber clases, yo estaba en el teatro. Fue sin uniforme escolar, con una sallita corta de tela semirígida y una blusa bamboleante que dejaba ver su abdomen moreno. El que estuviéramos hablando un amigo y yo – es decir, hombres mayores – no le importó, se sentó sobre la mesita de la recepción, frente a nosotros, y se quedó esperando. Al terminar con mi amigo la miré
– ¿Y tú? ¿No te aburre venir aquí?
– Precisamente estaba aburrida y por eso vine ¿Qué vamos a hacer mañana?
– ¿Mañana? Seguir con los ejercicios, supongo
– ¿Y cuándo vamos a empezar la obra?
– Cuando se aprendan los ejercicios
– O sea, dentro de cien años – dice moviendo la mano con desgano y acodándose a la ventana, de manera que yo vea su culo empinado e intente otearle las tetas bajo la blusa. Observo los dos músculos que bordean su columna y se internan en la saya
– ¿Tú practicas deporte?
– Sí, nado sincronizado, pero siempre hay problemas con la piscina
– ¿Sí?
– Sí. Pero no importa, cuando la cierran Tamara y yo nos vamos a la playa
– ¿Quién es Tamara?
– La gordita rubia que viene siempre conmigo
Va hacia la escalera y se sienta en el primer escalón. Aunque no es alta tiene las piernas de una longitud suficiente para que yo vea sus muslos hasta el final. Siento un latido en el pene. Todavía no se afeita, puedo ver la felpilla virgen de sus piernas, aniñada en los muslos y más oscura hacia los tobillos. Miguel baja las escaleras
– Voy a comer algo por ahí ¿Vienes?
– No he terminado el retablo
– ¡Ay, no jodas, vamos!
– No, no, de verdad, ve tú
– Bueeno
Bordea a Susana y desaparece tras el arco de entrada
– ¿No has almorzado? – pregunta ella
– Todavía
– ¿Te gustan los tamales?
– ¿Tamales? Claro
– Mi mamá hizo ayer tamales y no me los comí, si quieres te invito

Susana vive en un segundo piso fresco y silencioso. Me pide que me siente y entra a la cocina. El corazón me late fuerte
– Mira – me muestra la olla –, los voy a calentar
– ¡No! A mí me gusta la comida fría (voy a explicarle que la comida caliente envejece el cuerpo y la fría lo mantiene joven, pero es un tema inapropiado)
– ¿Fríos?
– Sí, así como están… dónde está el baño, quisiera lavarme la cara

Al levantar la cabeza del lavamanos la encuentro a pocos centímetros. Me seco, dejo la toalla a un lado y la acaricio, cierra los ojos, la beso, responde moviendo la lengua dentro de mi boca como ella supone que se hace, se la succiono catando su saliva estéril, cálida. Instintivamente bajo las manos a sus nalgas sin reparar en que, para su edad, este puede ser un paso precipitado, pero ella sigue con las suyas en mi cintura y deja que yo le palpe el culo. Exitado por el olfato a banquete, le prendo la mano y la arrastro al cuarto contiguo, en una de las paredes hay una litera. Mientras le muerdo el lóbulo de la oreja desabrocho la saya. Entonces se despega, va a un rincón entre un librero y una consola de audio, y se sienta sobre una alfombrita en posición yoga. Yo quedo en medio del recinto como un espantapájaro desorientado. Termina una plegaria o algo parecido y regresa, me saca el pulover sin precipitación, y se tiende en la cama inferior de la litera. Yo también adopto movimientos solemnes al quitarme el pantalón, y al final, está ella acostada con la blusita y el blúmer, y yo parado en calzoncillos. Me arrodillo en el piso, a su lado, y con el envés de los dedos le paseo el vientre, el ombligo, el elástico del blúmer, le palpo los vellos que se avisan bajo el tejido, llevo la boca a su vulva y a través de la tela soplo aire caliente, emite el primer quejido tenue de sorpresa, devuelve un delicado olor a orine mañanero. La humedad en mi calzoncillo molesta, me subo a la cama y trato de ahorquillarme sobre ella para desnudarla, pero la parte superior es muy baja y me obliga a encorvarme. En medio de aparatosos movimientos salgo de nuevo al piso y me quito el calzoncillo, con él se extiende una interminable baba que lo enlaza al pene. Susana abre los ojos y ve la operación, incluída la baba que ahora cuelga vergonzosamente de la verga erecta, queda hipnotizada, no sé si de asombro o de miedo, pero no se espanta. Con dignidad y el índice retiro la gota, me ahorquillo otra vez y comienzo a lamerle el abdomen hacia los senos
– Oye – me interrumpe
– Qué
– Mira – se levanta la blusa y veo en el centro del pecho una impresionante cicatriz que me hace tragar en seco
– ¿Y eso?
– Una operación a corazón abierto, para que no te vayas a asustar
Para mostrarle que no me asusto le zafo tiernamente el ajustador y chupo los pezones, que se erizan en mi boca
– Quítate tú misma el blúmer
Mi verga le entibia la vulva virgen, me muevo tratando de rozar el clítoris, con los pies le abro las piernas y sutilmente le introduzco la punta. Intento el primer empujoncito
– ¡Ay mi mamita! ¡Mi mamita!
– ¡Tranquila, tranquila! – saco el pene – ¡¿Qué pasó?!
– ¡Por alante no!
– ¡Ya, okey! ¡Por alante no!
Quedamos suspensos durante unos segundos, mi aparato se ha desinflado y yace baboso sobre sus vellos. Me tiendo a su lado, preguntándome qué carajo hago yo metido en esta comedia. Pero como no me voy a levantar ahora, opto por voltearla delicadamente, le dejo un trillo húmedo columna abajo con la lengua, sorbo con detenimiento unos pelillos notablemente desarrollados en el cóccix, hago que mi saliva fluya en su raja a depositarse en el ano rosa, la monto de nuevo, el pene rígido empuja el hueco estrecho, lo convence, lo distiende, lo atravieza en un solo impulso, como un émbolo imparable
– ¡Ayy! ¡Ayyyy, cojone!
–¡Relájate!
"Cojone" dicho por una muchacha decente como ella hace un contraste muy morboso. Le muerdo la nuca mientras la fornico con desparpajo, gozando la idea de su nicho desflorado y sangrante, le extraigo el pene de un tirón
– ¡Ahhyy!
La saco de la cama, hago que se flexione hacia delante, apoyando sus manos en la litera, le unto más saliva y la ensarto de nuevo asido a sus caderas. Comienza a contestar a mis empellones con un ag ag ag ag de ternera moribunda, sus rodillas ceden, se derrenga en el piso boca arriba, le abro los muslos, le prendo el clítoris con los labios, intenta apartarme sin fuerzas, la masturbo con la lengua mientras me llega el olor a mierda y epidermis rajada, siento un fluído vaginal inodoro circulando a mi garganta, aunque tiene el clítoris erecto sé que no tendrá orgasmo. Me incorporo, me masturbo frente a sus ojos entreabiertos fijos en mi verga, me arrodillo ante su cara, abre la boca como un pez obediente y le vierto mi savia dentro

– Eh ¿tú no decías que estabas cansada de los tamales?
– Tengo tremenda hambre, dame ese pedacito
– Dale, come, en realidad son tuyos








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